Cultura

Crónicas del purgatorio: Yo-Yo Ma (¡No ma…!)

Una narración irreverente sobre el concierto que dio el chelista más famoso del mundo en la CDMX

Por Roberto Peña Cid.- La noche del martes 26 de marzo hubo una lucha entre el cielo y el infierno por llevar la Alta Cultura a las calles de la capital mexicana. He aquí mi relato.

A las 5:30 de la tarde pasé por mi hermana a la Colonia Roma. Decidí llevar mi carro debido a que no estábamos muy lejos del Monumento a la Revolución. El plan era estacionarme donde pudiera y caminar. Quince minutos más tarde llegamos, pero todos los estacionamientos estaban al máximo de su capacidad, hasta que encontramos uno del otro lado de Insurgentes. La razón por la que aún tenía lugares disponibles era porque cierra a las 10 y si a esa hora no pasas por tu coche, lo tienes que sacar hasta el día siguiente. Yo accedí pues supuse que Yo-Yo Ma iba a empezar puntual a las 7:30 y dos horas más tarde rescataría mi vehículo sin problemas.

Caminamos hacia el Monumento, donde nos recibieron dos largas filas que serpenteaban en la explanada. Caminamos por un lado hasta encontrar el final de una de ellas y nos formamos. Mi hermana me confesó que no esperaba que tanta gente asistiera al evento. Yo le contesté que en esta ciudad todo se llena; si se anuncia que en el Zócalo van a regalar nopales para sentarse, vas a tener a diez mil personas pidiendo su nopal. 

Hanna, una amiga británica de mi hermana, nos alcanzó justo antes de que pasáramos el perímetro de seguridad. Una vez adentro nos dejamos llevar por la corriente humana hasta que llegamos a un espacio entre los asientos de hasta adelante, que supongo estaban reservados para gente VIP porque habían elementos de seguridad privada impidiendo el paso, y el segundo bloque de sillas. Eran alrededor de las seis de la tarde y habíamos conseguido un lugar bastante decente, lo que irritó a las personas que estaban sentadas atrás de nosotros y empezaron a gritarnos “¡siéntense, siéntense!”. Escuché decir a una señora del grupo de indignados que no se valía, que ella llegó a las 3 de la tarde para agarrar lugar y ahora se le ponen éstos enfrente. Accedimos ante su demanda y nos sentamos en el suelo. 

Entonces sucedió el milagro. Hacia la derecha de donde estábamos sentados, vimos cómo una semi-deidad se habría paso entre la multitud. Parecía un hombre de unos 55 años de edad, su piel curtida por los elementos, el cabello gris e hirsuto, con inicios de rastas en algunas latitudes de la cabeza. Un suéter café y unos jeans. En la mano sostenía una revista cuyo diseño parecía de otra década, con los Rolling Stones en la portada. Era un animador nato. Mientras caminaba, lanzaba frases divertidas coronadas por carcajadas contagiosas.

—¿Qué pasó, banda? ¿Ya listos para el desmadre?— Los presentes nos reíamos con sus ocurrencias. 

A las 7:10, como si lo hubiéramos premeditado, todos los sentados nos levantamos del piso para acercarnos aún más al escenario. Cuando no pudimos avanzar más, nos encontramos con que aquel personaje similar al Chivo de Amores Perros estaba justo frente a nosotros. 

—Chale, aquí puro fresa, ¿verdad?

—¿Por qué lo dices? —le dije con una sonrisa.

—No huele a mota. No huele a piedra —observó él.

Era imposible no reírse ante sus ocurrencias. Evidentemente sus expectativas sobre el evento que íbamos a presenciar estaban erradas.

Una atractiva mujer salió al escenario para darnos la bienvenida y avisar que en diez minutos comenzaría el concierto.

—¡¿Cómo te llamas?! —gritó aquel hombre sin filtro, quien se volvió hacia nosotros y en un tono más moderado nos dijo:— es que no se presentó. Salió así nomás a hablar pero ¿pos quién chingados es?

Nosotros tampoco sabíamos quién era la presentadora, aunque me parece haber visto su rostro en la tele.

Comenzaron los gritos de “siéntense” otra vez aunque ya éramos inmunes ante esas súplicas. Un guardia de seguridad se acercó para pedirnos amablemente que nos sentáramos. La caballerosidad del elemento represor fue irresistible y nos comenzamos a sentar justo cuando el reloj marcaba las 7:30 y Yo-Yo Ma salía al escenario. El concierto inició. Nosotros intentábamos encontrar el piso suficiente para posar nuestros traseros. Una chica al lado mío decidió arrodillarse para no perder tiempo, sacó su celular y emocionada empezó a grabar al mejor violonchelista del mundo. Frente a mí, el hombre de personalidad y cabello rebelde tenía dificultad para acomodarse, hasta que se dejó caer.

—¡Ay, mis huevos! —gritó.

—¡Ya me echó a perder el video! —se lamentó la chica de al lado.

La situación era demasiado jocosa como para encontrarla ofensiva. Pero mi hermana le pidió al hombre que guarde silencio. Él no tuvo de otra que aguantarse. La primera suite terminó y todos aplaudimos con júbilo. Yo-Yo Ma transmitía su emoción por tocar frente a nosotros, se levantó, agradeció y se volvió a acomodar para continuar con la segunda suite de la noche.

Nuestro Chivo se notaba más inquieto; sacó su celular, que era uno de esos Nokias viejitos indestructibles, y se puso a jugar con él. Yo estaba sentado con las piernas cruzadas, pero tenía que levantar las rodillas para sostener la espalda de ese anti-héroe, quien parecía decidido a usarme como sillón. Olía a chicharrón y Bacardí blanco, aunque eso no me impedía disfrutar de la suavidad de las notas y los movimientos celestiales del virtuoso concertista. 

Aquel Mefistófeles en decadencia le mostró su celular a mi hermana y a Hanna que estaban sentadas a su derecha y mi hermana no aguantó la risa. Me asomé y vi en la pantalla del Nokia que él había escrito “Ya estoy hasta la madre”. Yo tampoco pude contener una carcajada, aunque ni Hanna ni el resto de la gente parecían compartir el chiste.

Intentaba concentrarme en la hermosa representación de Bach, pero el fauno de la Ciudad de México se reclinaba sin pudor contra mis piernas, mientras yo forzaba el abdomen para no hacer lo mismo con la dama a mis espaldas. Noté que éste escribía otra vez algo en su celular. Apretaba cada botón hasta encontrar la letra indicada. Recordemos que antes los celulares no traían un teclado digital como los de ahora. Mandar un mensaje era, digamos, más artesanal. Poco a poco iba construyendo palabras: “Hola como te llamas”, rezaba el primer enunciado, volteó a ver a Hanna y continuó, “Ich heisse Joel C. Barrios”. Al parecer nuestro amigo consideró que ella sabía alemán por ser europea. “Toqué la guitarra en Berlín y tú”. Le mostró su celular a nuestra amiga inglesa, ella lo leyó y cordialmente con un gesto le indicó que ponga atención en el concierto.

—Chale, yo le chispo —dijo Joel e intentó levantarse. Lo agarré y en voz baja le pedí que se espere a que acabe la pieza.

—Ta güeno —respondió.

La pieza concluyó y todos nos levantamos para aplaudirle a Yo-Yo Ma. Joel aprovechó para murmurar algo y emprendió la retirada. Desapareció de la misma manera en que llegó. ¡Por fin! Ya podíamos disfrutar del concierto sin interrupciones. 

Yo-Yo Ma dedicó la Suite No. 5 a los desaparecidos en México y todos los presentes contamos al unísono del 1 al 43. ¡Justicia! Aquel violonchelista había conectado con los mexicanos en varios niveles. La música se esparcía por la explanada como una neblina de paz y compasión, hasta que noté un sonido raro que venía de atrás. Sonaba como aquel llamado de “lleve sus ricos tamales oaxaqueños”. Pero eso no podría ser. Puse atención y me di cuenta que las notas rebotaban en el Monumento a la Revolución con un timbre metálico muy desagradable. Parecía que aquel coloso se supiera la melodía y quisiera cantarla con una voz terrible. 

Ni modo. Lo de Joel tuvo solución pero esto estaba fuera de nuestras manos. En el público decidimos ignorarlo y el show continuó. Miro mi celular y veo que ya son las nueve de la noche. Ya habían transcurrido hora y media de concierto y se pasó volando. En eso, el siguiente demonio se presentó. En una terraza de uno de los edificios adyacentes al escenario había un bar que decidió poner reggaetón a todo volumen. «Qué poca madre», pensé. Diez minutos duró el remix de Bach y Maluma (podría haber sido Daddy Yankee o cualquiera de esos), hasta que le bajaron a su fiesta y pudimos continuar con el concierto. 

21:35 marcaba mi celular, no podía esperar más. Le digo a mi hermana y a Hanna que es hora de irnos porque me cierran el estacionamiento. Comenzamos a caminar hacia la salida. Pasamos junto a la última pantalla y nos detenemos un minuto para admirar a aquel mortal que toca como los dioses. 

Llegamos a las 9:55 al estacionamiento. Lo logramos. Decidimos terminar la velada de la manera en la que lo hemos hecho incontables veces: cenando tacos. Con la barriga llena y el corazón contento me voy a casa.

Me lavo los dientes, hago pipí y me acuesto. Antes de apagar la luz caigo en la desagradable tentación de ver el Facebook y me encuentro con un post de Juan Sebastián, mi profesor de Teoría del Montaje. Él también había ido al concierto y lo describía con adjetivos como “místico, trascendente, generoso”. Yo no podía estar más de acuerdo con él. Pero termina su publicación con: “Al final, tocó “La Llorona”, con Lila Downs.”

¡Me lleva la chingada! Me perdí la parte más emocionante de todo el concierto por haber llevado coche. No lo podía creer. Con resignación continúo viendo el face hasta que doy con otra publicación de mi maestro. Había subido un video tomado desde su celular del tema que me perdí. Le pongo play y disfruto de los seis minutos con quince segundos que dura la canción. La voz de Lila es acariciada por Yo-Yo Ma. Un guitarrista y un contrabajista los acompañan creando un ensamble de ensueño. Por primera vez en la vida agradezco que alguien haya sacado su celular para grabar un concierto. Apago la luz y me duermo en paz.

Mario Alberto Estrella

Nacido en la ciudad de Chihuahua, Chihuahua, México el veintitrés de Junio del año de mil novecientos setenta. Egresado de la Licenciatura en Comunicación Gráfica, en 1994, Diplomado por el Instituto de Tecnología en Asunción Paraguay en 2001 y Certificado por Macromedia en 2006. A la fecha ha colaborado en quince distintos medios de comunicación, en diversas actividades como redacción, edición, diseño, fotografía y como Web Master.” Durante la última década del siglo XXI recorrí la frontera norte; de Matamoros a Tijuana, trabajando en diversos medios impresos fronterizos. En la segunda mitad de 1999 comienzo un recorrido por América Latina en el Venezuela de Chávez, pasando por el Chile de Bachelet, el Brasil de Lula, 20 años después me encuentro donde comienza la patria.

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